«La Política de la Memoria en Alemania»

Stefanie Schüler-Springorum

Historiadora, Directora del Centro de Estudios sobre el Antisemitismo y Co-Directora del Centro de Estudios Judios, Berlin.

 

 

 

Para empezar, quisiera por un momento corto pasar del mundo real al mundo de la ficción o, mejor dicho, al de la novela policiaca. En los años noventa un escritor británico, Robert Harris, escribió una novela que tenía lugar en un Berlín ficticio de los años sesenta: Los alemanes no habían perdido la Guerra, tampoco la habían ganado de todo, pues en un remoto Este se seguía luchando, una desolada guerra de partisanos, de que nadie sabía mucho. En algún momento los EEUU habían decidido romper la alianza anti-nazi, y desde entonces hubo paz en los países occidentales, Los Nazis seguían en el poder, pero la dictadura ya no era tan dura, y el bienestar de la gente aumentaba cada año. ¿Y las víctimas? Pues de las víctimas del régimen ya no se hablaba, solo se sabía qué hace mucho tiempo hubo judíos en Alemania, que luego fueron deportados al Este. Ya nadie sabía exactamente lo que había pasado con ellos, se habrían muerto de alguna manera, se pensaba, pero la verdad es que esto no interesaba ya a nadie.

Cuando leí esta novela, me daba escalofríos, pues esta descripción da miedo porque sabemos que hubiese podido ser así, y esto se sabe aún más aquí en España.

 

Pues la historia no fue así gracias a Dios o al ejército soviético, como ustedes quieran, y Alemania perdió la guerra y fue ocupada y vigilada durante décadas.

Para que conste, mi país había empezado una guerra ofensiva y brutal que fue exterminadora y racista, sobre todo en Europa del Este. Como resultado murieron en total unos 50 millones de personas, entre ellos unos 30 millones de civiles en los países ocupados, de los cuales entre 15 y 19 millones fueron civiles soviéticos. Además, pereció una quinta parte de la población polaca, unos seis millones de judíos europeos, entre ellos 1 millón y medio de niños, es decir un 90 por ciento de todos los niños judíos en la Europa de aquel entonces.

 

Si miramos esta catástrofe en dimensiones ni antes ni después conocidos, lo impresionante es que los alemanes, más o menos en seguida, empezaron a racionalizarla, en plan de fin y cuenta nueva, lo que en Alemania llamamos hasta hoy la mentalidad del punto final.

Lo observo Hannah Arendt, una de las más grandes pensadoras del siglo XX, ya en 1946 cuando había vuelto a su tierra por primera vez después de la guerra. Ella se quedó impresionadísima por la falta de reacción emocional por parte de los alemanes. Ni rabia, ni tristeza, ni empatía, ni nada. Lo único que sí produjo alguna reacción era cuando ella se introducía como judía. Entonces fue confrontada con una avalancha de auto exculpaciones, acompañada de una enumeración del sufrimiento alemán. Nunca, escribió Arendt, había sido más grande el antisemitismo en Alemania como después de la guerra y del holocausto.

 

Ante esta mentalidad y tendencia está clarísimo que todo lo que al final se desarrolló positivamente, es decir, la famosa “política de memoria alemana”, la debemos a los Aliados en el Este y Oeste y, más aún, al simple hecho de que los alemanes habíamos perdido la Guerra.

Hasta la fundación de la república federal (y a continuación trataré sobre todo de la RFA), es decir, entre 1945 y 1949, se justició a un cierto número de personas por crímenes de guerra y contra la humanidad. Estos tribunales, por supuesto, dieron lugar a reportajes sobre los crímenes en los periódicos, en la radio, en discusiones privadas. Dicho de otra manera, se pudo saber lo que había pasado cuando uno quería. Luego, en nuestros años de plomo, los años cincuenta, tampoco es cierto que no se hablara sobre la Guerra y –en parte– sobre sus atrocidades. Pero se hablaba de ello sobre todo de una cierta manera, la del punto final y la del victimismo alemán. Los bombardeos, las ciudades destruidas, los prisioneros de guerra en la Unión Soviética y los 12 millones de expulsados de los antiguos territorios alemanes del Este –temas que volvieron y volvieron como zombis en la vida pública de la RFA- hasta hace poco, diría yo.

También es cierto, sin embargo, que después de la fundación de la RFA en 1949 los tribunales enseguida cesaron, muchos de aquellos nazis procesados por los aliados fueron puestos en libertad por sus compatriotas y aún más personas se habían mantenido en sus puestos: Se puede hablar de una casi completa continuación desde el nacionalsocialismo hasta la RFA. Sobre todo, en el ejército, el servicio secreto y policial, el servicio diplomático, el sistema judicial, los profesores de la Universidad, médicos, hombres de negocios, etc. La clase media en total se quedó allí donde había estado en los años treinta.

 

Esto hay que saberlo cuando uno quiere entender lo que luego pasó en el 1968 alemán. Una nueva generación se rebeló contra sus padres “fascistas”, contra la continuación de las élites de la sociedad, etc. Era una rebelión “familiar” y política, mientras las victimas aún no interesaban a casi nadie. Al contrario, los jóvenes revolucionarios tenían la tendencia a imaginarse ellos como víctimas de sus padres nazis y del estado “policial” alemán, que, si contraatacó con toda su fuerza en las grandes manifestaciones del 1967 y 1968, ni hablar de la lucha antiterrorista de los años 1970.

Consecuentemente, lo que en los años setenta interesaba al público, es decir a la nueva generación en las universidades y colegios y también a los medios de comunicación eran más bien las luchas sociales, la historia social y en cuanto al pasado, el funcionamiento administrativo y económico del régimen nazi (desde una perspectiva marxista), la historia de la resistencia anti-nazi, la resistencia comunista, sobre todo, pero también socialdemócrata y burguesa. La historia judía-alemana y la historia del holocausto en aquel entonces parecía algo “retro”, poco interesante, algo más bien para estudios legales o medievales.

 

Esto cambio significativamente después del año 1979, es decir, casi 40 años después de los hechos. Una vez más fueron los EEUU los que nos daban una lección en historia. Importamos una serie de televisión: “Holocausto”, un gran melodrama familiar hollywoodesco. Los intelectuales alemanes lo acusaron de “Kitsch yanqui”, pero tuvo un gran impacto en el público alemán. Fue la primera vez que los alemanes se confrontaron con el sufrimiento de sus víctimas, donde las víctimas fueron presentadas como individuos, como personas individuales y no como montones de cadáveres anónimos.

De ahí surgió un interés en su historia, en la historia judía antes y durante el régimen nazi. Los años ochenta vieron el comienzo de un boom “grassroot” de este interés. Se fundaron talleres de historia en muchas localidades y se enfocó la historia de “abajo”, social, local y de vida cotidiana, incluyendo a los judíos que habían vivido allí.

Un colega mío mantiene la tesis que esta vuelta a los bases, al pueblo, también había tenido que ver con el desencanto de la generación del 68, de la revolución que no fue: esta gente, ahora maestros de colegios o enseñando en universidades, empezaron a concentrarse en la busca de lo que se llama la experiencia de la gente normal – y así no solo el día a día de la dictadura, pero también la persecución de los judíos se movía al foco de atención:

Una avalancha de publicaciones, de películas, de proyectos de investigación académica, de museos judíos y exposiciones en los lugares de la persecución. Todo esto era el resultado de esta primera etapa conmemorativa que culminó en el año 1988 con el cincuentenario de la llamada “Noche de los cristales rotos”. Nunca antes ni después se han publicado tantos libros y artículos sobre la persecución de los judíos en Alemania, 50 años después de los hechos.

 

Con la unificación de Alemania en 1990, esta actitud hacia el pasado se extendió al Este, donde chocó con una cultura / política de memoria completamente distinta, lo cual llevó a muchos conflictos. Es un tema muy complicado, pero grosso modo se puede constatar que estos conflictos se solucionaron como todos los conflictos de la unificación alemana, al estilo colonial, es decir, los modos de memoria occidental se impusieron tambien a Alemania del Este y con esto se perdió una cultura distinta del antifascismo (con todos sus problemas, pero también con sus grandes logros).

Con tanta actividad memorística hasta principios de los años noventa, una vez más se pensaba que “ya estaba bien”, que ya la posguerra había terminado. Así lo dijo el Presidente del Estado Weizsäcker en 1995 conmemorando los 50 años del fin de la Segunda Guerra Mundial.

 

Pero no fue así. Tan pronto se pensaba haber llegado a este deseado punto final, una segunda etapa conmemorativa sacudió el país. Y esta vez lo sacudió de verdad, pues los alemanes mismos, los asesinos y los indiferentes y los que observaron el genocidio estaban en el centro de atención:

En el mundo académico de pronto todo el mundo hablaba de la “Täterforschung”, es decir, de la investigación sobre los autores del crimen, asesinos directos, que se piensa habían sido alrededor de 200.000, de los cuales, como se sabe, solo una mínima parte fue ajusticiada.

Con los libros de Daniel Goldhagen y Christopher Browning sobre estos “asesinos normales” -hombres normales o alemanes normales según la interpretación opuesta de estos dos colegas estadounidenses-, esta participación masiva se discutió por primera vez en público en Alemania y luego vino una exposición que derrumbó el ultimo o penúltimo mito, el de la Saubere Wehrmacht -del ejército limpio alemán- limpio de crímenes de guerra. Ahora no solo sabemos que no fue así, sino que se presentó en una exposición con miles de fotos la prueba innegable de lo que fue una guerra de exterminio y genocida también perpetrado por el ejército. Esta exposición, que en la segunda mitad de los años noventa viajó por muchas ciudades alemanes, desató una discusión enorme que llegó hasta el Bundestag, el parlamento, y hasta las calles donde los veteranos, sus hijos y nietos defendieron por última vez el llamado honor del ejército alemán.

Por otra parte, a partir de los primeros años del siglo XXI se investiga también a los llamémoslos “coautores” de los crímenes, como por ejemplo los diplomáticos del Ministerio de Asuntos Exteriores y de los demás ministerios, que ahora todos han encargado libros sobre su historia en el Tercer Reich. Lo interesante de estos y muchos otros trabajos es que no solo tratan de la participación en el nazismo, sino también del más o menos perfecto encubrimiento de los crímenes después y de la integración de las élites en la nueva república federal.

Para los historiadores, el trabajo académico de los últimos 20 años ha demostrado hasta la saciedad y en gran detalle que no se puede hablar de “los nazis” / “el régimen” y “el pueblo” como dos entidades distintas, sino que toda la sociedad alemana -con excepción de la resistencia propiamente dicha (y aún este campo tiene sus ambigüedades)- estaba involucrada de alguna manera, algunos más y otros menos, en la dictadura y sus crímenes. Una dictadura de consenso, al fin y al cabo.

Para hacer comprender este hecho, o mejor dicho esta situación histórica, en los últimos años se ha investigado mucho la llamada “Volksgemeinschaft” alemana, la “comunidad de la nación/del pueblo”. Palabra propagandística nazi que tiene un anclaje fuerte en la realidad cuando uno investiga cómo se instaló en la práctica, quien fue integrado y quien expulsado y como esto se logró. Por ejemplo, ¿qué pasa con la textura social de un pueblo o una ciudad pequeña donde algunos jóvenes maltratan públicamente al farmacéutico, un hombre mayor, conocido, respetado y judío? Son quizás solo diez chavales que le pegan, pero cincuenta lo observan sin hacer nada.

La investigación de estos mecanismos de participación, violencia, indiferencia o quizás vergüenza, son los que nos van a llevar a un mayor y mejor entendimiento de la dinámica de una dictadura, de cómo funcionó al nivel colectivo e individual.

 

Resumiendo, sí se puede decir que Alemania ha llegado muy lejos en el camino de la memoria histórica. Tanto en el mundo académico como en la percepción y la conmemoración pública. Hemos llegado tan lejos que hoy en día Alemania sirve como ejemplo para muchos países, sobre todo en Europa del Este, en cuanto al tema de como situarse ante una historia dolorosa. (Esto, desde mi punto de vista tiene algo bastante irónico o amargo. Primero os matamos, y luego os enseñamos como recordarlo bien).

Pero no hay que olvidar dos hechos fundamentales:

Primero, que este recuerdo perfecto y políticamente correcto ya no sirve a ninguna víctima que tenía que vivir con el silencio y el desinterés común que reinaba en los primeros cuarenta o cincuenta años después de la Guerra.

Segundo, y también muy importante: Desde los años ochenta podemos observar una tremenda mediatización del holocausto. Todos, y más aún en Alemania, tenemos un pequeño museo de fotos en la cabeza, fotos históricas y fotos de películas y todo se empieza a mezclar. En mi opinión, esto es por lo menos problemático. Porque el enfoque en el holocausto, el sufrimiento de las víctimas, tan importante que sea, al mismo tiempo pueda servir también a encubrir los mecanismos de cómo habíamos llegado a este punto. Es decir, como se destruyó la República Alemana, y porqué. Quién la destruyó y con que fines, como se instaló la dictadura, como se llegó a la Guerra, quién se beneficiaba de ella etc. En fin, la historia política, social y también económica detrás de todo esto está desapareciendo poco a poco de la consciencia pública en mi país. Lo veo en mis estudiantes. Pero también hay estadísticas en Alemania que demuestran claramente que el conocimiento histórico está decreciendo entre los jóvenes alemanes, es decir, precisamente entre la generación que ha crecido con más posibilidades de conocimiento histórico como nunca antes.

Esto es preocupante y augura mal para el futuro. Entonces, lo que podemos quizás aprender del ejemplo alemán, tan distinta al español en cuanto a sus condiciones previas, es lo siguiente: La recuperación de la memoria histórica no es algo fijo, estático, sino que es un proceso lento, que viene en etapas y que tiene que ver, antes que nada, con quien ganó. Como es bien sabido, los ganadores siempre han escrito la historia y solo cuando mueren abren el espacio a otras generaciones políticas, otras historias y memorias. Este ha sido el caso en Alemania y en España, y se puede observar también en los países del Este. Pero yo creo que solo recuperando la memoria histórica -con lo sumamente importante que sea- no vamos a llegar muy lejos si al mismo tiempo nos falta un entendimiento profundo de los mecanismos políticos y sociales que han llevado a estos acontecimientos. Ahora, con la ola de populismo de derechas o hasta fascista en toda Europa, nos damos cuenta de pronto de la fragilidad de nuestro consenso básico democrático que pocos años atrás nos parecía como la única lección aprendida bien del siglo XX. Así que témenos mucho trabajo delante para el XXI.